DAI Gurren Dan
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 FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos"

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FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos" Empty
MensajeTema: FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos"   FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos" Icon_minitimeDom Ago 17, 2008 11:10 am

FIREHEART
Capítulo IV
Los "Hombres Pálidos"


El chico se despertó con la sensación de estar enterrado bajo tierra: la oscuridad opresora y el aire enrarecido facilitaron la confusión. ¿Quién era él? ¿Dónde estaba? Comenzó a recapitular.
La última vez despertó en una playa, sin recordar nada más. No tardó en darse cuenta de que podía manipular el fuego, pero eso no aclaraba sus orígenes. Deambuló por la orilla hasta llegar a una aldea en la que fue recibido violentamente por un grupo de lugareños. Tras matar en un duelo al que los acaudillaba, el líder espiritual de la aldea le indicó que quería hablar con él.
Fue entonces cuando el chico supo que se encontraba en la Tierra Sagrada de Narai y que había llegado a la aldea de Mursai cuando su jefe, Astorlai, había salido para liderar una incursión contra unos crueles invasores a los que los lugareños llamaban “hombres pálidos”.
El hijo del jefe, Taralai, estaba resentido por haber sido “dejado atrás”, según él. No le costó mucho “confundir” al misterioso extranjero con uno de los invasores para matarlo y hacer méritos, pero su plan le costó la vida.
Por otro lado, la confusión había sido, hasta cierto punto, lógica: el chico se presentó hablando la lengua de los invasores; y, aunque su pelo era de un desconcertante color blando, y morena su piel, los otros rasgos eran los característicos de un invasor.
Curiosamente, el chico hablaba la lengua de los nativos. Podría haberse tratado de un mestizo, si no hubiera sido porque la invasión tan reciente que un “hombre pálido” y una lugareña no habrían tenido tiempo de engendrar un hijo de esa edad. Otro misterio era su poder de controlar el fuego prácticamente a voluntad.
Para dar respuesta a todos interrogantes (o al menos intentarlo), el chico aceptó someterse a un ritual llamado “el veredicto de los dioses”. Fue entonces cuando tuvo visiones en las que se veía cruzando el mar hasta llegar a una tierra asolada por alguna calamidad. Y, al final del todo, había aparecido una inquietante figura que decía conocer sus orígenes.

Y eso era todo.
Después había caído inconsciente y había estado durmiendo la mona hasta entonces, en los túneles subterráneos bajo la gran casa en la que vivía el anciano líder espiritual.
Sentía cierto aturdimiento, bastante cansancio, mucha hambre y aún más sed. Lo primero era salir de allí. Se puso en pie y deambuló a ciegas, tanteando las rocosas paredes. Habría iluminado el lugar, pero se sentía incapaz de hacerlo; en otras ocasiones había logrado transformar su calor interno en fuego, pero ahora casi tenía frío.
—Mierda, estoy indefenso como un gatito… —el chico pensó en lo curioso que resultaba recordar esa expresión, e incluso qué era un gato. Realmente parecía conocer algunas cosas básicas, pero había olvidado todo lo relativo a sus orígenes. Por otro lado, se dio cuenta de que estaba volviendo a hablar en la lengua de los “hombres pálidos”. ¿Acaso era uno de ellos?
Siguió avanzando hasta tropezar con las toscas escaleras que conducían a la superficie. Prácticamente gateó por ellas a lo largo de interminables minutos, animado por el hecho de que el aire estaba cada vez menos enrarecido. Finalmente, superó el último escalón y, aunque seguía estando oscuro (“debe ser de noche”, pensó el muchacho), supo que había llegado a la gran casa. Si no recordaba mal, tenía que seguir adelante por un pasillo y luego torcer a la izquierda; allí había otro pasillo que le llevaría hasta la entrada.
Se puso en pie, avanzó con paso inseguro y finalmente salió al exterior. Ante él se extendían las cabañas y chozas que formaban la sencilla aldea de Mursai, bañadas por la luz de la luna. Ni un solo fuego resplandecía. No se oía absolutamente nada. Había demasiado silencio; como si el lugar aguantara la respiración ante su sola presencia.
Aquella idea casi le excitó y por un momento tuvo ante él la visión de las casas en llamas, la gente ardiendo… Meneó la cabeza y desechó esos pensamientos; había algo en ellos que le ponía los pelos de punta, como si no fueran suyos, o como si fueran de una parte de él mismo que le asustaba.
Fue entonces cuando oyó unas suaves pisadas detrás de él, dentro de la gran casa. Se giró con rapidez y, de haber tenido fuerzas, le habría prendido fuego a todo el lugar. Afortunadamente, no ocurrió nada de eso, y el chico no tardó en serenarse. Fuera quien fuera, si hubiera querido matarle, habría tenido ya antes ocasión de hacerlo.
En el pasillo había un hombre, alguien joven. La oscuridad no le permitía ver más. El hombre parecía querer pasar, de modo que el chico retrocedió y se hizo a un lado. El otro avanzó y, a la luz de la luna, el joven pudo reconocerle: era el aldeano al que le había dado una buena paliza, golpeándole una vez tras otra con el mango de la lanza. Los numerosos cardenales, dispersos por todo el cuerpo, daban mudo testimonio de aquella acción. En la expresión del otro, sin embargo, no parecía haber rencor; de hecho, estaba muy tranquilo.
“Demasiado tranquilo”, pensó el chico. “Éste trama algo”.
El hombre portaba su taparrabos, su lanza y una especie de zurrón que abultaba bastante. Dio unos pasos más, se volvió e hizo un gesto al chico con la lanza, indicándole que le siguiera. Después empezó a caminar y ni siquiera se molestó en comprobar si le seguía.
“Merece morir por su arrogancia”, susurró aquella tenebrosa voz a la que el chico estaba empezando a acostumbrarse.
—Todo esto tendrá una explicación que no haga necesario un baño de sangre – murmuró con los dientes apretados, exasperado, mientras comenzaba a caminar.
Atravesó las cabañas y chabolas con la vaga sensación de que no volvería nunca a aquel lugar. Sólo había tenido un breve contacto con esas gentes, pero el recuerdo que iba a dejarles no debía ser muy agradable: había matado al hijo del jefe, lo más probable es que el viejo al que golpeó en el cuello también hubiera muerto… Para los lugareños, era un asesino.
“Entonces, ¿por qué sigo tan confiadamente a este hombre?” No podía dar una respuesta, pero siguió avanzando.
En el fondo, sentía que aquella gente era más de lo que parecía; lamentaba no tener una oportunidad para conocerles mejor. ¿Qué sería, por ejemplo, de aquella madre, seguramente la mujer de aquel improvisado guía? ¿Qué sería de su hijo? ¿Sobreviviría la aldea o sucumbiría ante los invasores como tantas otras? La idea de ser uno de los “hombres pálidos” le inquietaba; si era así, ya había comenzado con el trabajo sucio.
Cuando pasó por el lugar del duelo, no pudo evitar echar un vistazo. Habían retirado los restos carbonizados, pero la mancha negruzca que quedaba era bastante elocuente. Se forzó a mirarla bien. “Yo lo hice. Fue mi decisión.”
Dejaron, pues, atrás la aldea. Para siempre.
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MensajeTema: Re: FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos"   FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos" Icon_minitimeDom Ago 17, 2008 11:11 am

Una vez que llegaron a la playa, el guía y el chico giraron al norte y continuaron su camino siguiendo la costa. Unas dos horas después comenzó a clarear y el hombre se detuvo. Aunque el chico tenía una vaga idea de lo que ocurría, el otro terminó de despejar sus dudas.
—Gracias por aguardar pacientemente. Mis primeras palabras debían pronunciarse al alba, al inicio de la claridad del día, para evitar que los espíritus oscuros pudieran torcerlas.
“Claro, por eso lo mejor era salir del pueblo cuando todos los espíritus oscuros estaban danzando por ahí, a ver si se me comían”, pensó el chico, aunque no dijo nada.
—El Anciano me ha contado lo suficiente para poder cumplir mi cometido. El Anciano cree que la relación establecida entre tú y yo me convierte en la persona más adecuada para guiarte —al ver la expresión estupefacta de su oyente, el hombre sonrió—. El Anciano cree que dos que luchan logran conocerse mejor entre ellos. Y así lo creemos todos nosotros. Para demostrarte que no guardo rencor, ahora comeremos y beberemos juntos.
Se sentó sobre la arena, allí donde las olas no llegaban todavía, se descolgó el zurrón y sacó un par de pellejos. Le pasó uno al chico, que dio un trago cuidadoso y comprobó que se trataba de agua. Aunque tenía gran sed, tomó tragos pequeños, ante lo cual el otro hizo una señal de aprobación.
—Te interesa saber —dijo— que después de la visión has dormido dos noches enteras.
—Entonces me desperté en mitad de la tercera noche. ¿Y tú has estado esperando todo ese tiempo?
—No hizo falta. El Anciano sabía cuándo llegaría ese momento.
El guía sacó del zurrón unas tiras de carne reseca. Había que masticarlas pacientemente antes de poder tragarlas. El chico presintió que iba a seguir con hambre y sed durante algún tiempo.
—El Anciano me ha dicho —continuó el hombre— que tú vas a cambiar el destino de muchos, pero que no te corresponde cambiar el nuestro. Nuestro papel se reduce a mi papel, y mi papel se reduce a guiarte hacia tu destino.
—Y ese destino es… —dejó en el aire el chico.
—La base de los hombres pálidos —respondió el guía—. Aunque sólo es un lugar de paso. Desde allí partirás al otro lado del mundo, que es donde te aguarda realmente tu destino.
—Ya veo…
Aunque el chico sabía que algo así ocurriría, ello no era óbice para que aquellas palabras le anonadasen. “El otro lado del mundo”. ¿Tan lejos? ¿Por qué no quedarse allí tranquilamente y olvidarse del destino?
“Porque si me quedo quieto explotaré. Lo sé. Tengo que moverme. Tengo que descubrir quién soy. Y si cumpliendo mi destino puedo conseguirlo, entonces está claro qué es lo que tengo que hacer…”
Por alguna razón, creía que ese destino tenía que ser algo bueno. Sentía, ingenuamente, que no podría ocurrir de otra forma.
Durante aquel breve silencio, ambos comieron y bebieron. El chico se dedicó a pensar en los más recientes acontecimientos de su vida.
—No esperaba una fiesta de despedida, ni nada por el estilo; pero salir del pueblo en mitad de la noche y sin decirle nada a nadie…
—El Anciano ha dicho que debo evitar cualquier posibilidad de que afectes a nuestro destino. Era la mejor manera.
—Y lo de estar tres días tirado en el suelo, sin comer ni beber, después del veredicto de los dioses, ¿es normal?
—Era el tiempo necesario para asimilar el veredicto. Podría haber sido más. Podrías no haber despertado nunca —ante el silencio del chico, el guía puntualizó—. Nuestro tomó la decisión de partir tras recibir un veredicto, y él tardó siete días en asimilarlo.
—Vaya, así que podría haber muerto… Entonces no es tan malo sentirme sólo como si me hubieran dado una paliza, ¿verdad?
—Nuestro jefe tardó otra semana en recuperarse del todo. Tu recuperación, por tanto, es extraordinaria.
—Ahora que lo dices, aunque sólo he tomado agua y carne, me siento mejor. Algo mejor, vamos.
—El Anciano dijo que el fuego de tu interior te alimenta; pero que, si no tienes cuidado, el fuego terminará consumiéndote.
—Sí, eso es algo que diría el Anciano —el chico frunció el ceño—. Y a pesar del fuego abrasador que llevo en mi interior, ¿no estás inquieto?
—Siempre he tenido buena estrella —el hombre sonrió—. Además, si antes pudiste matarme y no lo hiciste, no tendría sentido que lo hicieras ahora.
“Es curioso cómo se parece nuestra lógica”, pensó el muchacho. “Pero, ¿hasta qué punto nos lo creemos simplemente para poder estar tranquilos? Porque la gente no siempre actúa con lógica, vaya…”
No dijo nada en voz alta, para evitar inquietar a su compañero. Que creyera en su buena suerte, en el destino y en la lógica, si todo eso le hacía sentirse mejor.

Después del breve refrigerio, se levantaron y siguieron caminando. Aunque el chico estaba agotado, era cierto que se sentía mejor que cuando se había despertado. Notaba cómo su fuego interno se reavivaba. Para no esforzarse demasiado, se dedicó a practicar procurando gastar la menor cantidad posible de energía.
Creaba pequeñas llamas en su mano y luego trataba de desplazarlas en el aire. Le costó sorprendentemente poco moverlas a voluntad; era como si sólo estuviera recordando algo que ya había aprendido. Le divertía crear diminutos proyectiles de fuego y lanzarlos al mar, donde las llamas se apagaban con un chisporroteo y una pequeña humareda.
Su compañero iba por delante y tardó en darse cuenta de que el chico estaba practicando. Sin embargo, el restallar del fuego contra el agua despertó su curiosidad y no tardó en descubrir el origen del fenómeno. Aquello le inquietaba visiblemente, por lo que el chico fue cortés y dejó de hacerlo; aunque, una vez que el otro dejó de mirar hacia atrás, el muchacho se dedicó a juguetear con las diminutas llamas, pasándolas de una mano a otra y haciéndolas saltar sobre las puntas de sus dedos.
El chico también comprobó algo que ya sospechaba: el fuego no le hacía ningún daño. Acercaba cautelosamente las llamas a los brazos o a los muslos, pero no se quemaba. Su cuerpo parecía absorber toda fuente de calor, lo que luego le permitía utilizar esa energía para generar toda clase de llamas. Rememoró cómo, al final de la visión, su cuerpo había quedado enteramente cubierto por las llamas. Sin embargo, aún conservaba la piel; además, la brutal pérdida de energía había sido temporal, pues ya estaba recuperándola.
Al tiempo que se avivaban en él las ideas sobre su propia invencibilidad, pensamientos crueles cruzaban fugazmente su imaginación. ¿Qué tal utilizar como blanco de prácticas al guía y divertirse un rato? Pero en seguida se daba cuenta de la crueldad de aquellas ideas y le embargaba una sensación de angustia; como si algo en su interior, realmente malo, pugnase por salir. Prefería no pensar en ello.

Así iban las cosas, y justo cuando la orilla se torcía en un recodo hacia el este (de forma que la vegetación impedía ver lo que había más adelante), el chico se propuso alcanzar al guía para hablar un rato con él. Pero el hombre, algo más adelantado, se había detenido al llegar al recodo y tener libre el campo de visión.
Con un veloz movimiento, el lugareño brincó hacia la derecha y se ocultó en la espesura. El chico, con cautela, hizo otro tanto y terminó de acercarse a él.
—¿Qué ocurre? —susurró tan bajo como pudo.
—Dos hombres —contestó el otro.
Por el tono de voz, el muchacho supo que eran enemigos… por lo menos para el guía. “Hombres pálidos”. ¿Eran también sus enemigos? La situación parecía complicada; lo último que le convenía era suscitar otro malentendido e iniciar el camino de regreso a sus orígenes con una matanza. Porque, si unos y otros llegaban a enfrentarse, no habría ninguna duda sobre cuál sería el resultado.
—Será mejor que vaya con ellos —propuso el chico, mientras trataba de pensar en un plan.
—Seguramente te confundirán con uno de nosotros —repuso el hombre, incómodo.
—Pero, ¿cómo están de cerca? Si salvo las distancias y puedo hablar con ellos antes de que caigan sobre nosotros…
—Están cerca. Además, sus armas…
Un estruendo rasgó el aire. El tronco de una enclenque palmera cercana a su posición saltó por los aires, de modo que la copa del árbol casi les cayó encima.
—A eso me refería —continuó el guía, visiblemente nervioso—. Esos hombres llevan alargados tubos de metal que, entre grandes llamaradas, expulsan muerte y destruyen cuanto hay por delante.
—Es curioso —comentó el chico—. Creo que estoy familiarizado con el funcionamiento de esas armas. Voy a echar un vistazo.
Haciendo caso omiso de las objeciones de su compañero, el muchacho se arrastró cuerpo a tierra hasta una pequeña elevación del terreno. Escondido tras unos arbustos, apartó con cuidado algunas hojas y, por primera vez, pudo mirar a los “hombres pálidos”.
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MensajeTema: Re: FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos"   FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos" Icon_minitimeDom Ago 17, 2008 11:12 am

El primer ejemplar era espléndido: se trataba de un hombre alto y grueso, de melena y barba rubias que le daban el aspecto de un león, brillando entre el pelaje unos penetrantes ojos azules. A pesar de la elevada temperatura, vestía gruesas ropas oscuras de cuero y se protegía el pecho con una pesada coraza que hay había perdido el lustre. Al cinto llevaba una vaina, también de cuero, en la que reposaba una espada. En bandolera, cruzándole el pecho formando una equis, llevaba unas cartucheras rebosantes de saquetes con balas y pólvora. Y en las manos, enfundadas en bastos guantes de cuero, portaba una enorme arma de fuego que, a pesar de todo, el chico reconoció como un arcabuz.
Se trataba de un arma pesada y basta que consistía, básicamente, en un cañón portátil. Un grueso tubo de cuero estaba unido a una culata de madera. El tubo era hueco, de modo que por la boca se metía una carga de pólvora y una bala. En el punto de unión entre acero y madera había un dispositivo que tenía enroscada una pequeña cuerda. Tal dispositivo se accionaba mediante una palanca o gatillo que había en la parte inferior del punto de unión; de modo que entonces la cuerda, a la que previamente se había prendido fuego, entraba en contacto con la pólvora a través de un hueco en la parte superior del punto de unión, provocando así la detonación.
De ahí el “rugido” que se había oído antes; y también de ahí el árbol partido en dos, debido al potente y destructivo impacto de una bala.
En aquel momento, el gigante rubio había introducido otra carga de pólvora y otra bala, para luego acoplarlas con la ayuda de una baqueta, esto es, un alargado palo de madera que se llevaba normalmente al cinto, junto con la espada. El joven creía recordar que también se utilizaba una horquilla para apoyar el arma y ganar así estabilidad, ya que de otra forma el arma pesaría demasiado; aunque estaba claro que ello no era un problema para el forzudo.
El otro individuo, en comparación, parecía una pulga. Era de baja estatura y delgado; tenía pelo negro y ojos oscuros. Su pelambre no era la espléndida de un león, sino la descuidada de alguien que no se toma muy en serio su aspecto. Llevaba el mismo equipo que su compañero, a lo que había que añadir: un curioso sombrero metálico redondo y con las alas curvadas hacia arriba en las partes frontal y posterior; y una horquilla que llevaba a la espalda en una funda de cuero. También llevaba a la espalda el arcabuz, empleando para ello una correa añadida a tal efecto, ya que en sus manos sostenía la espada larga.
Uno y otro, como resultado de largas horas de exposición al sol, tenían la tez morena, aunque no tanto como los nativos. El joven alcanzó a entender la conversación que ambos mantenían entre sí.
—Te digo que he visto algo —comentaba con voz grave y potente el gigante rubio.
—Y yo te digo que eres muy ligero cuando se trata de apretar el gatillo —replicó el otro, en voz baja, de tal forma que al muchacho le costaba entenderle, aun estando relativamente cerca.
Llegados a este punto, conviene matizar que, desde que sonó el disparo, los soldados habían estado avanzando cautelosamente por entre la espesura. Así, la distancia entre ellos y el joven se había reducido a unos 20 ó 30 metros.
—No estoy seguro de si eran uno o dos, pero algo he visto —refunfuñó el rubio.
—No digo que no, pero recuerda lo que dijo Rideter: no debemos malgastar la pólvora si no es estrictamente necesario —respondió el otro con voz queda.
—¿Ah, sí? —se burló el hombretón— ¿Y cuándo, si puede saberse, tenemos permiso para disparar contra esos perros?
—Por ejemplo, cuando se trata de un arquero que nos está apuntando… y aun en ese caso, sus flechas no podrían atravesar nuestra coraza —explicó tranquilamente el soldado bajito—. Lo mejor es tirar de espada, pero no con tajos sino con estocadas, atravesándolos de parte a parte; así el acero se deteriora menos. Es extremadamente sencillo. La verdad, todavía me cuesta creer que no lleven algún tipo de protección.
—Pero son muchos. ¡Muchos más que nosotros!
—Por eso no podemos ir por ahí disparando y malgastando pólvora cada vez que creemos ver algo, ¿comprendes?
El rubio refunfuñó algo ininteligible y ambos siguieron avanzando con pasos cautelosos. Después de la “reprimenda” de su compañero, se colgó el arcabuz de la espalda una vez que terminó de recargarlo, enganchó la baqueta al cinto y desenvainó la espada. La distancia entre ellos y el chico se había reducido ya a unos 10 ó 15 metros; y fue entonces cuando el soldado bajito alzó un brazo, indicando al rubio que se detuviera.
—¿Lo ves? —susurró el primero.
—¿El qué? —replicó el otro, sin molestarse en bajar la voz.
—Coño, ahí delante —espetó su compañero apuntando hacia el chaval con la punta de la espada—. El pelo blanco. ¿Lo ves ya?
—¿Qué? ¿Pelo blanco? Yo nunca he visto nativos con el pelo blanco.
—Mira…
El joven nunca supo lo que pensaba decir el soldado bajito. Todo ocurrió muy deprisa y, aunque pudo observarlo al detalle, no pudo hacer nada para evitarlo.

Mientras el muchacho examinaba a los “hombres pálidos”, el guía se había arrastrado hasta la playa para volver después a la jungla, flanqueando la derecha de los soldados.
Entonces, justo cuando el bajito decía “mira…”, el nativo se abalanzó sobre él como una letal serpiente y le atacó velozmente con su lanza, pinchándole en la garganta. La víctima dejó caer la espada, se echó las manos al cuello y cayó de espaldas, arrastrado por el peso de todo su equipo.
El otro soldado reaccionó con rapidez y ferocidad. Gritando con furia, cayó sobre el nativo y le lanzó un poderoso tajo horizontal con la espada, de izquierda a derecha. La cabeza de su oponente voló por los aires mientras el cuerpo, soltando un chorro de sangre por el cuello seccionado, caía hacia delante.
En su furia, el hombretón pateó la cabeza del enemigo, enviándola a la orilla. Después se dio agachó junto a su compañero, que aún se movía; debajo de él se había formado un charco rojizo, y no le quedaba mucho tiempo. El rubio le apretó la mano, mientras murmuraba algunas palabras que el chico no pudo oír. Finalmente, el soldado bajito dejó de moverse. El otro se quedó donde estaba, de rodillas y con la cabeza gacha. No se oía nada.
El muchacho se sentía dividido: una parte de él temblaba por haber visto cómo dos vidas se extinguían en un instante; otra parte lo veía como algo habitual e incluso se regocijaba en ello. De algún modo, a pesar de la pérdida de memoria, intuía que no era la primera vez que veía algo parecido.
El chico no se había movido ni un ápice en todo ese tiempo. Ahora no sabía muy bien qué hacer. ¿Retroceder y dar un rodea, quizás, evitando al enorme soldado rubio?
Fue justo entonces cuando el susodicho levantó la cabeza. Primero miró al cielo, como buscando algún tipo de consuelo. Después miró al frente… y sus ojos, húmedos y brillantes, se toparon con los del chico.
—Ahora te veo —dijo en voz baja—. Tú eres el nativo de pelo blanco.
El muchacho no supo qué contestar.
—Tranquilo —siguió el otro—, no voy a hacerte daño.
Sin embargo, sus acciones le desmintieron: echó mano del arcabuz, le apuntó y apretó el gatillo. El joven rodó sobre sí mismo hacia un lado, justo a tiempo para esquivar la bala que reventó el tronco de otra palmera.
¿Qué hacer? ¿Salir corriendo o luchar? Al rodar, había quedado fuera del campo de visión del tirador. Éste supondría que su presa iba a internarse en la jungla… así que el chico decidió hacer justo lo contrario. Retrocedió, arrastrándose durante una distancia prudencial, y después se levantó y corrió agachado hacia la playa, sin dejar de mirar en la dirección de la que podía venir la bala.
Sin embargo, el soldado se había adelantado a sus movimientos y le estaba esperando en la orilla, a unos 20 metros de distancia. Nada más verle por entre los árboles, alzó el arcabuz y disparó. El chico se dejó caer y la bala pasó justamente por donde, momentos antes, había estado su cabeza. Otra palmera más quedo destrozada.
El rubio se percató de que su disparo había fallado. No se acercó al chico con la espada, sino que comenzó a recargar el arcabuz. Era como si, muerto su compañero, ya nada le impidiera gastar toda la pólvora posible. Lo bueno era que aquello le concedía unos valiosos instantes al muchacho; éste aún se resistía a emplear la fuerza si no era estrictamente necesario. ¿Habían matado a su guía y le habían disparado dos veces? Cierto, pero aún así…
—¡Oye, que soy de los tuyos! —gritó.
El otro dejó de recargar. Su mirada reflejaba un intenso odio.
—¿Sabes hablar mi lengua? —contestó con su potente vozarrón, tras lo cual guardó silencio durante unos largos segundos— Qué curioso. Muchas preguntas surgen en mi cabeza, pero sólo una te haré: ¿estabas con éste?
Al decir esto, señaló con la cabeza a la decapitada testa del guía, que reposaba sobre la arena, mecida de cuando en cuando por las olas que lamían la orilla.
—Sí —respondió el chico, sincerándose.
—Oh, bien —contestó el soldado, mientras reanudaba su tarea—. Eso facilita las cosas.
—Pero… ¿Vas a matarme? ¿Qué mal te he hecho? —por debajo de su perplejidad, el chico sentía que arreciaban sus ansias homicidas.
—Es muy sencillo —repuso el otro, que había avanzando bastante en el proceso de recarga—. Tu compañero mató al mío, y ahora yo voy a matarte a ti.
—Yo no pretendo hacerte ningún daño.
—Pues deberías.
—No me obligues…
—¡Ja! ¡Valientes palabras, en boca de alguien completamente desarmado!
—¡Valiente acción, la de dispararle a alguien completamente desarmado!
—¿Acaso vas a darme lecciones? ¿Tú a mí? No eres más que otro perro rabioso al que aniquilar. Sí, eres uno de ellos… ¡Hijo de puta!
Antes de que el chico pudiera contestar, el soldado terminó de cargar y le apuntó rápidamente. El muchacho no se contuvo y en un instante extendió el brazo y lanzó a toda velocidad un pequeño proyectil de fuego. Éste impactó en la cara del soldado, cuya cabeza se inclinó violentamente hacia atrás mientras sonaba un desagradable chasquido. Ya sin vida, cayó de bruces. El arcabuz se disparó y una última palmera fue víctima de aquella insensata destrucción.
El chico bajó el brazo y se quedó paralizado durante largo rato.

Acababa de matar a otro ser humano. Y lo peor era que no había oído la voz de la oscuridad que anidaba en él, ni ésta había tomado momentáneamente el control de su cuerpo. El que había lanzado el proyectil, el que se sentía reconfortado ante la visión el enemigo abatido, era él y no otro.
Se preguntaba si habría sido, acaso, absorbido o engullido por aquella oscuridad; si él mismo se habría trasformado en oscuridad.
Fue entonces cuando oyó aquella voz, como un tenue susurro, que le felicitaba por la hazaña que acababa de realizar.
Fue entonces cuando tuvo la certeza de que, tarde o temprano, la oscuridad terminaría devorándole.
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MensajeTema: Re: FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos"   FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos" Icon_minitimeMiér Ago 20, 2008 1:57 am

Digno regreso de la historia de Fireheart, si señor, mu weno
Mis felicitaciones al chef Wink
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MensajeTema: Re: FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos"   FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos" Icon_minitimeMiér Ago 20, 2008 6:19 am

¡Gracias! ¿Hay alguna cosa que quisieras destacar? Algo que te haya gustado especialmente, algo que crees que sería mejor suprimir... Ya sabes, ese tipo de cosas.
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MensajeTema: Re: FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos"   FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos" Icon_minitimeMiér Ago 20, 2008 7:32 am

Ummm, en cuanto a lo que más me ha gustado te puedo decir que el final, el dilema que se abre cuando quitas una vida y te das cuenta de que no sientes nada de nada.
En cuanto a lo que menos... es cierto que el resumen del principio queda forzado, pero es igualmente cierto que es necesario ya que hace bastante de las anteriores partes de fireheart. Quizás se podría haber conseguido que no quedara tan forzado metiendolo en alguna conversación o con algún diálogo entre PNJs
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MensajeTema: Re: FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos"   FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos" Icon_minitimeJue Ago 21, 2008 9:02 pm

¡Gracias por tus comentarios! De veras, me resultan muy útiles. Por otro lado, no es cierto que el chico no sienta nada al haber matado... ¡de hecho, lo que más le preocupa es que incluso se siente bien por ello!
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MensajeTema: Re: FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos"   FIREHEART - Capítulo IV - Los "Hombres Pálidos" Icon_minitime

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