DAI Gurren Dan
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DAI Gurren Dan

Orewa dare datto omotte yagaru!!
 
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 "FireHeart"

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Viral

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MensajeTema: "FireHeart"   "FireHeart" Icon_minitimeVie Ene 25, 2008 11:12 am

FIREHEART

CAPÍTULO I – SIN ALIENTO

“¡Corre!”, gritó algo o alguien; puede que él mismo.
El joven corrió sin mirar por dónde pisaba, sin fijarse en lo que había a su alrededor.
Sólo quería escapar de la oscuridad… pero esta le ganaba terreno.
El joven notaba cómo sus pulmones ardían por el esfuerzo. ¿Cuánto tiempo llevaba corriendo? No lo sabía… ¡pero no podía parar! Tenía que correr, y correr…
Y si no… ¡le aguardaba algo peor que la muerte!
El joven tropezó y cayó de bruces. Volvió a incorporarse y corrió todavía más rápido… pero no duró mucho. Enseguida se notó más cansado todavía.
El sudor, copioso, prácticamente salía a chorros… Ya no eran sólo los pulmones, ¡ahora le ardía todo el cuerpo! Notaba como si en cualquier momento fuera a convertirse en una llama; pero… ¿y después?
-¡No importa! –gritó a duras penas el joven- ¡Ahora! ¡Tengo que escapar de la oscuridad ahora!
Debió haber reservado aquellas fuerzas para seguir corriendo. Ya apenas tenía aliento… ¿Realmente era la oscuridad tan mala? ¡No! ¡Ni pensarlo! ¡No podía dejarse atrapar por la oscuridad! ¡No…!
Cayó al suelo y no se volvió a levantar. Derrotado, vio cómo todo se apagaba a su alrededor. La oscuridad cayó sobre él. No pudo recuperar el aliento… ¡Se ahoga, se estaba ahogando! ¡Moriría, y después vendría aquello que era peor que la muerte! ¡No! ¡No!
-¡¡¡NOOOOOOOOOO!!! –gritó sin saber de dónde sacaba el aire.

Y el chico despertó.

No fue placentero. Lo primero que hizo fue vomitar y echar todo lo que hubiera podido tener en su estómago. Todavía se sentía arder…
Pero ahora, por lo menos, podía ver dónde estaba.
Una playa. Arena cálida y fina, debajo de él. A sus espaldas, el mar en calma.
Y peces. Había peces en la orilla. Estaban muertos.
-Mala señal –musitó el joven, para después volver a vomitar; no le quedaba nada dentro, pero al menos sintió cierto alivio.
Logró ponerse de pie, pero el esfuerzo fue demasiado para él y se conformó con poder sentarse… Se quedó mirando hacia el mar. Si notaba arder su cuerpo y le picaba por todas partes, debía ser por culpa de la sal; pero la enorme extensión verde-azulada le devolvía la tranquilidad y los ánimos. Y le permitía pensar.
Observó todo lo que había a su alrededor. Frente a él, el mar sin límites, y sólo mar; no había tierra, no había barcos, no había otros animales que no fueran los peces que yacían inertes a su alrededor… A un lado y a otro, la playa se extendía hasta perderse en la distancia. Detrás de él, algunos cocoteros aislados acababan formando tierra adentro una espesa jungla. En el cielo, el sol le golpeaba con todas sus fuerzas.
Pero el calor no era una novedad. Sentía como si siempre hubiera tenido calor.
“Siempre”… ¿Cuánto tiempo era eso? ¿Quién era él?
-Ahí va… -murmuró el joven- No me acuerdo.
Lo curioso era que sí sabía que el mar era el mar, que esos peces debían estar vivitos y coleando, y que la mayoría de los árboles que había tras él era cocoteros. Cuando se fijó en su cuerpo, le alegró ver que, sobre su piel morena (casi negra), aún conservaba algo de ropa alrededor de la cintura, a modo de taparrabos.
-Puedo sentir vergüenza, pero no recuerdo… ¿Cómo me llamo? ¿Quién soy? ¿De dónde vengo y a dónde voy? Y ya de paso, por qué estoy hablando en voz alta, no te… ¿Se supone que eso no es normal? ¿Y cómo voy a saberlo? Además, no le molesto a nadie…
Discutir consigo mismo le había animado. Se levantó y se estiró un poco. Le dolió al principio, y estaba hecho polvo; pero podía mover los brazos y las piernas, no le faltaba nada… ¿De qué podía quejarse?
-Pues que no me acuerdo cómo me llamo. Coño.
Tuvo una sospecha y se pellizcó. Siguió donde estaba, así que no estaba soñando. Después puso la mano derecha sobre su corazón; latía, así que tampoco estaba muerto. Y algo le decía que, estuviese donde estuviese, aquello no era una isla; lo que, por algún motivo que no supo identificar, le alivió en gran medida.
Así que sabía “lo básico”. No tenía la menor idea de quién era él o que estaba haciendo allí; pero sí sabía que tenía que comer algo.
Se acercó a una de las palmeras que estaban en primera línea. El tronco debía medir unos 10 metros; en lo alto, como si se burlasen de él, oscilaban los preciados frutos, mecidos por la suave brisa marina.
El joven se apoyó en el tronco, mirando hacia arriba, pensando cómo conseguir uno o dos cocos sin tener que trepar… Curiosamente, el estar así, apoyado contra el árbol, le hacía sentir bien.
Cuando apartó la mano, vio que había dejado una marca ennegrecida.
El chico tampoco recordaba nada parecido a eso.
Volvió a apoyar la mano en el tronco, en una zona distinta. Después de notar una vez más esa inconfundible sensación de alivio, se apartó y vio que, donde antes había puesto la palma de la mano, ahora había otra marca.
-Quizás esto me dé algunas ideas… Quiero decir, ¿se supone que puedo… quemar las cosas, o algo así? Eso no es muy normal… Y ya estoy hablando otra vez solo. En fin…
Esta vez apoyó las dos manos y se concentró. Trató de guiar mentalmente el calor acumulado en su cuerpo hacia las palmas de sus manos. Seguro que no conseguía nada; puede que aquellas marcas fueran de sudor, y que no…
Vio perfectamente cómo salían llamas de sus manos.
Espantado, las retiró y retrocedió algunos pasos. La corteza humeaba. Se miró las manos, temiendo ver quemaduras o algo peor; pero estaban igual que antes.
Imperceptiblemente, un rictus siniestro se dibujó en su expresión. Volvió a apoyar una sola mano. No tardé en ver una vez más las llamas. Esta vez no se apartó; a él no le hacían daño. Sin embargo, el fuego comenzó a extenderse, y no tardaría en devorar al pobre e indefenso cocotero…
En cierto modo, era el joven quien lo devoraba. ¿No había salido ese fuego de su interior? La idea de poder destruir algo a su antojo, poder someter a otras cosas a su voluntad, le provocaba algo más que simple alivio… casi era un auténtico placer…
De pronto, al joven le pareció volver en sí. Retiró la mano con presteza, y vio que diminutas lenguas de fuego comenzaban a extenderse por el tronco. Se sintió asqueado. ¿Qué creía que estaba haciendo? Cogió arena a puñados y la lanzó contra las diminutas llamas, antes de que éstas fueran a más.
Una vez sofocado el pequeño incendio, volvió a mirar las manos, esperando verlas cubiertas de sangre inocente, o algo así. Fue entonces cuando pensó, por primera vez, que quizás fuera mejor que no recordase quién era. Puede que, en otros tiempos, no hubiera sido una “agradable compañía”.
Volvió a la playa, lejos de cualquier cosa que pudiera arder. Por el contrario, la visión del mar le daba una gran tranquilidad, sin necesidad de tener que quemar nada. Comenzó a pensar hasta dónde podría llegar con ese… poder; pero desechó aquellas ideas de inmediato. No quería saber nada de eso. Al menos, todavía no.
No podía quedarse allí quieto, sin hacer nada. Por muy bonito que fuera el mar, tenía que comer algo, llegar a algún sitio…
-No pienso meterme entre los árboles –dijo en voz alta-. Vamos a ver… Esto es una playa. Aquí hay, o había, peces. Si tiro para un lado o para el otro, seguro que termino encontrando… no sé, pescadores o algo así. Gente. Aquí solo no pinto nada.
Una vocecita en su cabeza le sugirió que, si ya tenía problemas con un cocotero, podía ocurrir algo peor con personas de carne y hueso; pero relegó aquella advertencia a lo más profundo. Por algún motivo, pensaba que cuando volviera a estar entre hombres, mujeres, niños… todo se arreglaría. No podía dar razones contundentes de ello, pero eso era lo que creía. O lo que quería creer.
Echó a andar por la playa que había a su derecha. Vio que el sol se había acercado algo más hacia el horizonte; así que él debía estar marchando en dirección norte. Y qué más le daba.
Aquel proceso monótono consistente en poner un pie detrás de otro y seguir adelante, tratando de alcanzar un objetivo que no tenía al alcance de la vista… era algo que le gustaba hacer. Trató de concentrar ese “fuego interno” suyo en mantener el ritmo y no desfallecer. Seguía sintiéndose hecho polvo; pero puede que una persona “normal” (al fin y al cabo, ¿podía decir él realmente qué era o no normal?) no hubiera podido dar ni dos pasos.

El sol ya había recorrido la mitad de su camino con vistas a un encuentro con la interminable extensión de agua salada (el mar, vaya), cuando el joven creyó ver algo delante; algo distinto, se entiende de la arena y los malditos cocoteros. Parecía un embarcadero.
Entusiasmado, echó a correr, sin importarle la impresión que pudiera causarle a los pescadores el encontrarse de pronto a un desconocido medio desnudo en aquellos lares. Pero la decepción no tardó en llegar… Allí no había nadie.
El joven caminó sobre las tablas del embarcadero, de tosca factura, y curioseó dentro de un par de barcas vacías; no había allí nada de utilidad, salvo una red. Estaba planteándose utilizarla para conseguir algunos peces, ya que empezaba a tener un hambre atroz, cuando se dio la vuelta y…
En su entusiasmo, había pasado por alto una aldea situada en un claro entre los cocoteros. No eran más que un puñado de cabañas y chozas de madera; pero se trataba de una aldea, al fin y al cabo. Y en una aldea hay gente. O debería…
Porque por allí no se veía a nadie.
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Kamina
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Kamina


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Hoja de personaje
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MensajeTema: Re: "FireHeart"   "FireHeart" Icon_minitimeVie Ene 25, 2008 7:28 pm

Buena historia, si señor, y me alegro de k hayas podido hacerla de una sentada. Mis felicitaciones Wink
Yo lo úninco k revisaría sn los soliloquios que tiene el prota, nu se xk pero no me terminan de cuadrar bien, con lo k una persona en unas circunstancias similares pensaría.
Pero desde luego un gran trabajo Wink
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Viral

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MensajeTema: FIREHEART - CAPÍTULO II - ¡EMBOSCADA!   "FireHeart" Icon_minitimeDom Feb 10, 2008 11:46 am

FIREHEART

CAPÍTULO II - ¡EMBOSCADA! (1/2)


El joven examinó la aldea aparentemente deshabitada. Los primeros edificios distaban unos cincuenta metros del embarcadero. Se trataba de sencillas chozas de madera y barro, asentadas entre los primeros árboles de la inexplorada jungla, ya fuera de la playa. Contó una docena de ellas: la mitad a un lado, la mitad a otro; y, en medio, una estrecha extensión de tierra despejada, a modo de camino. ¿A dónde conduciría?

El terreno ascendía gradualmente, de modo que el chico no era capaz de ver lo que había más allá. Aún estaba indeciso, cuando su estómago rugió con fuerza. Aquello le impulsó a seguir adelante y explorar el lugar, en busca de comida y bebida. También sentía una malsana curiosidad, una especie de morbo; algo no marchaba bien en esa aldea, y quería averiguar de qué se trataba.

Cuando llegó a la altura de las chozas, le asaltó una sensación de inquietud… como si alguien le estuviera mirando.

Fuera no había nadie. Cada choza tenía solamente un hueco, tapado por un tablón a modo de puerta. El joven tuvo la certeza de que los aldeanos estaban escondidos. Pero, ¿por qué? ¿Desconfiaban de los forasteros? ¿Acaso era él un forastero? No recordaba nada, así que tampoco sabía si ésa era o no era “su gente”.

Algo en su interior le dijo que debía examinar las chozas una por una, echar abajo la puerta y acabar con cualquier peligro… ¿Qué significaba eso de “acabar”? ¿Matar? ¿Y para qué iba él a matar a nadie? ¡Todavía no le habían hecho ningún daño! No podía ir aniquilando todo a su paso, sólo por… miedo.

Desde luego, estaba asustado. De aquel ambiente opresivo. Y de sí mismo.

Siguió caminando con decisión para apartar de su mente aquellos funestos pensamientos.

—Ya verás —pensó en voz alta—. Seguro que no es nada. Alguien habrá que pueda explicarme qué está ocurriendo aquí…

El camino de tierra dejaba de ascender en ese punto y se internaba en la jungla, pero los aldeanos habían despejado un claro para construir allí sus viviendas. Éstas eran más sólidas cuanto más se alejaban de la playa. Las endebles chozas dieron paso a robustas cabañas de madera, con gruesos troncos en las paredes y tupidas hojarasca en los tejados. Había algunas ventanas, pero también estaban tapadas. Contó, a ojo, otra docena de edificios. Le intrigaba aquella costumbre suya de contar y calcular… ¿qué? ¿Qué estaba calculando? ¿Cuánta gente había allí? ¿Cuántos… enemigos?

Aunque cada vez estaba más tenso, el joven no se detuvo. Una vocecita le gritaba que se estaba metiendo en una trampa, pero trató de ignorarla. Estaba cansado, tenía hambre y sed… ¡Necesitaba ayuda! ¿Y por qué iban a negársela? Él no suponía una amenaza para nadie…

—¿Verdad? —preguntó en voz alta.

Sólo silencio. Demasiado silencio.

Finalmente, el joven llegó a una plaza. Había media docena de cabañas especialmente sólidas; y otras dos, en el extremo más apartado de la aldea, que destacaban sobre las demás.

Una llamaba la atención porque era más grande y, sobre todo, porque estaba construida sobre vigas de madera, de modo que dejaba un espacio entre el suelo del edificio y la tierra; el joven intuyó que era algún tipo de almacén o granero.

La otra era la cabaña más grande de todas. Si las demás tenían unos cinco metros de ancho y dos de alto, ésta las triplicaba. La construcción era rústica, pero sólida e imponente. Debía ser el edificio principal. Y el gran hueco que habían dejado a modo de puerta estaba abierto…

Entrar o no entrar; ésa era la cuestión. El joven, nervioso, miró a su alrededor. Fue entonces cuando descubrió que los aldeanos habían comenzado a construir una empalizada: gruesos y afilados troncos estaban clavados en la tierra, más allá de las cabañas, rodeando parte del perímetro de aquel extremo de la aldea. ¿De quién se protegían? ¿Y por qué habían empezado a construirla ahora, y no antes? ¿Qué es lo que no sabía?

El aire, todavía caldeado por el sol en acción, no se movía ni con la más leve brisa. El chico sentía cómo el sudor corría por toda su piel; y volvía a notar que algo ardía en su interior. No lo pensó más y decidió entrar en la gran cabaña; allí, por lo menos, estaría a la sombra.

Apenas había dado un par de pasos cuando, repentinamente, unas sombras se movieron en el interior del oscuro recinto. El joven se paró donde estaba. Las sombras salieron al exterior y se convirtieron en tres hombres jóvenes.

Los tres individuos eran musculosos, de alta estatura y piel muy morena, como la suya propia. Sus negras cabelleras descendían hasta formar medias melenas. Sus penetrantes ojos oscuros, rasgados, le observaban con desconfianza y nerviosismo. Sus narices respingonas y sus bocas sin apenas labios también delataban tensión.

No llevaban armadura; tan sólo vestían taparrabos fabricados con hojas, ramas y la piel de algún animal. Pero sí llevaban armas: dos de ellos tenían lanzas de madera con puntas de piedra; y el que estaba en medio, probablemente el jefe de los tres, sostenía en su mano derecha una maza con mango de madera y cabeza de piedra, de considerable tamaño e imponente aspecto. Un pedrusco de ese tamaño podía reventar con facilidad un cráneo… El suyo propio, por ejemplo.

El chico notó movimiento detrás de él y miró por encima del hombro. De algunas cabañas (no de todas) salían uno o dos hombres, armados con lanzas y porras de madera o con algún que otro arco. Los había más jóvenes y más mayores, pero todos tenían una cosa en común: el miedo.

En apenas unos instantes, aquel grupo de aldeanos, que no superaban la veintena, acudieron a la plaza desde todas las direcciones; formando una especie de círculo, no muy compacto, de unos veinte metros de diámetro.

Y el recién llegado estaba justo en el centro de ese círculo.

El joven estaba confundido… y asustado. ¿Dónde se había metido? ¿Quién era esa gente? Su piel era del mismo color… ¿Era él uno de ellos? ¿Se conocían de antes?

Sin saber muy bien qué decir, improvisó un saludo, tratando de parecer amable.

—¡Buenas tardes! Me alegro de veros.

Craso error. Algunos aldeanos abrieron los ojos con espanto. Otros rechinaron los dientes y apretaron con más fuerza sus armas. El que llevaba la gran maza de piedra habló con voz clara y potente.

—¡Quienes dudaban de mi palabra han podido comprobar la verdad con sus propios ojos! ¡Éste es el extranjero que ha venido a destruir nuestros hogares!

Un murmullo amenazador se extendió entre los miembros del hostil círculo. El chico comprendió que, aunque había entendido las palabras del otro, éste las había pronunciado en un idioma distinto… Rebuscó en su memoria, tratando de encontrar esas palabras para poder emplearlas antes de que fuera demasiado tarde. ¡Tenía que poner fin a aquel malentendido!

—¡Puede que no sea uno de los vuestros, pero no pretendo haceros ningún daño!

El que parecía el jefe gritó con odio antes de que reaccionaran los demás.

—¡Perro extranjero! ¿Osas mancillar nuestra lengua con tu sucia boca? ¡No le escuchéis, compañeros, o tratará de hechizaros! ¡Acabemos con él!

Agarró la lanza de uno de sus acompañantes y la arrojó con fuerza y puntería hacia el joven. Éste logró esquivarla justo a tiempo, pero la inesperada maniobra le desequilibró y cayó al suelo.

Y allí estaba él, sentado sobre su trasero, hambriento y sediento, febril, en un lugar extraño, rodeado de gente que pretendía matarle…

“Mátalos a todos”, oyó en su interior. “Eres tú o ellos. ¡Matar o morir!”

Estaba asustado. Todo le daba miedo… y sólo había una solución…

Prácticamente a cuatro patas, como los perros, salió disparado y atravesó el poco compacto círculo de aldeanos. Oyó sus gritos ahogados y las armas que buscaban su cuerpo. Se incorporó y corrió a toda velocidad, internándose en la jungla.

Detrás de él, los aldeanos se lanzaron en su persecución, instigados por su odioso jefe.

—¡Adelante, compañeros! ¡Que es sólo uno, y cobarde!

El chico corrió y corrió, tropezando con ramas y piedras y llenándose de rasguños. No tardó en desorientarse y dar vueltas sin saber hacia dónde dirigirse. Y se daba cuenta. Y también se daba cuenta de que aquella gente vivía en aquel lugar, y que lo conocía como la palma de su mano, y que le iban a encontrar, y que le iban a matar…

Se quedó sin aliento, pero no podía parar… ¡Era como en aquella pesadilla! ¿Acaso se había tratado de una premonición? Desde luego, si la oscuridad volvía a alcanzarle… ¡esta vez no habría despertar!

No pudo más. Se detuvo y se agarró a un árbol para no desplomarse, mirando aterrado a su alrededor. Creyó ver movimiento: unos arbustos que se movían… Y de entre ellos salió un aldeano armado con una lanza.

El hombre, de edad ya considerable, parecía tan asustado como él. Nada más verlo, se quedó paralizado y gritó sin apenas voz:

—¡Aquí, aquí, le he encontrado!

Después, dejándose llevar por un impulso homicida, el aldeano cargó contra el joven lanza en ristre, dispuesto a ensartarlo como a un animal…

Casi sin pensar en lo que hacía, el chico se echó a un lado y atrapó la lanza con la mano izquierda; tiró de ella y desequilibró a su atacante. Cuando éste iba a caer sobre él, le asestó un tremendo golpe con la mano libre en toda la tráquea; le pareció oír un chasquido. El hombre se desplomó.

—Oh, no… ¿Le he matado?

No se quedó para averiguarlo. Recogió la lanza y siguió corriendo. Pero algo había cambiado.

Que él supiera, siempre había tenido miedo y siempre había salido corriendo cuando algo le había asustado: en las pesadillas, cuando descubrió que tenía algún tipo de poder relacionado con el fuego, en la plaza de la aldea… Y, finalmente, cuando no había tenido más remedio que detenerse y hacer frente a ese miedo, ¡había salido airoso del encuentro!

Aquello era mejor que haber encontrado un montón de comida y bebida. Había descubierto que no tenía que tener miedo. ¡En todo caso, eran los otros los que debían tenerle miedo a él!

La torva sonrisa volvió a aparecer en su rostro. Lo haría. Utilizaría todos los recursos a su alcance para aplastar a los que se le opusieran… ¡Los mataría a todos, si fuera necesario! Ellos habían empezado aquella trifulca, ¡pero él la terminaría!

Fue entonces cuando descubrió que, inconscientemente, había regresado a la aldea. Estaba cerca de una cabaña. Y cerca de la cabaña había un aldeano. Éste era más joven que el anterior y, en cuanto vio al forastero, no se lo pensó dos veces y le atacó con su porra…

Podría haberle ensartado fácilmente con la lanza; pero, a pesar de sus recién descubiertas ideas sobre el poder, el chico se resistía a matar a alguien si no era estrictamente necesario. Desvió la porra con su lanza y golpeó con el mango a su contrincante en la sien, aturdiéndole; después volvió a golpearlo con el mango, esta vez en el estómago, haciéndole caer de rodillas, doblado sobre sí mismo; un último golpe en la nuca le dejó tirado en el suelo, inconsciente.

El joven oyó un grito. ¡Salía de la cabaña! Otro potencial contrincante, que aguardaba al acecho, escondido entre las sombras… ¡Pues le liquidaría a él también! Entró como una tromba, dispuesto a acabar con todo…

Dentro de la cabaña sólo había una mujer, acurrucada en un rincón, que sujetaba un bebé entre sus brazos con ademán protector. El chico parpadeó un par de veces y, cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que la mujer era joven, bella… y no llevaba nada de cintura para arriba. Debía ser la costumbre en aquel lugar.

La joven estaba asustada, pero había algo de desafiante en ella; incluso parecía indignada por el modo en que el forastero le miraba el pecho. Una revelación se abrió paso en la confundida cabeza de éste: no luchaba contra enemigos fieros y despiadados, sino contra aldeanos que tenían una familia y estaban asustados, debido a las maliciosas palabras de un matón que se creía capaz de ordenar a la gente lo que tenía que hacer.

Por otro lado, el joven aldeano se había quedado cerca de aquella cabaña… ¿protegiéndola? Desde luego, protegiendo a quien moraba en ella. ¿Su madre? No, más bien su mujer… y su hijo. Suspiró con alivio y se alegró de no haber matado al impetuoso aldeano. Inclinó levemente la cabeza a modo de disculpa y salió de la cabaña, dejando tras de sí a una sorprendida muchacha.

La plaza estaba cerca… y en ella vio al supuesto jefe y a sus dos guardaespaldas.

“Qué bonito”, pensó. “Mucho mandar y luego se queda allí, en lugar seguro, sin correr ningún riesgo”.

Y supo lo que tenía que hacer.

Aunque estaba nervioso, trató de aparentar lo contrario cuando volvió por su propio pie a la plaza, con paso firme y lanza en ristre. Los tres individuos se quedaron boquiabiertos… Aquél no parecía el miserable extranjero que había salido huyendo como un perro tan sólo un momento antes.

El joven se adelantó a lo que se imaginaba que diría “el jefe” y gritó en el idioma de los aldeanos, tan alto como pudo:

—¡El extranjero está aquí! ¡En la plaza! ¡Venid, venid todos, rápido!

Se había hecho con la iniciativa… y le gustaba. “El jefe” miraba a sus compañeros, dubitativo, preguntándose qué hacer a continuación.

Cuando ya habían regresado a la plaza algunos de los perseguidores, el chico decidió no esperar más y trató de que su voz sonara firme.

—¡Este hombre os ha puesto en mi contra y os ha lanzado en mi persecución! ¡Pero él se ha quedado aquí, contento con chillar como una vieja y luego no mover un solo dedo! ¡Yo os digo que este hombre es una vieja chillona cobarde!

¡Lo estaba consiguiendo, tenía hechizada a su audiencia! Y el “jefe” estaba rojo de cólera, sin poder articular palabra alguna. Todo marchaba a pedir de boca… No permitió que aquello se le subiera a la cabeza y siguió con su improvisado discurso.

—¡Si la vieja chillona cobarde tiene algo en contra del extranjero…! ¡Pues bien, aquí está el extranjero! ¡Te desafío, vieja! ¡Resolvamos esto, tú y yo! ¿O eres tan cobarde que no te atreverás a enfrentarte a mí sin tus guardaespaldas?

“El jefe” ya no aguantó más.

—¡Haré que te tragues tus palabras, maldito perro extranjero!

El hombretón se adelantó y se enfrentó al forastero en el centro del círculo… y fue entonces cuando el joven pensó que quizás, al fin y al cabo, su idea no había sido tan brillante.


Última edición por el Dom Feb 10, 2008 11:48 am, editado 1 vez
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MensajeTema: FIREHEART - CAPÍTULO II - ¡EMBOSCADA!   "FireHeart" Icon_minitimeDom Feb 10, 2008 11:47 am

FIREHEART

CAPÍTULO II - ¡EMBOSCADA! (2/2)


Su oponente se movía con agilidad a pesar de su imponente tamaño. Atacaba con furia y decisión, haciendo oscilar su mortífera maza de un lado para otro. Uno de sus primeros golpes partió en dos la lanza del chico cuando éste trató de bloquearlos tal y como había hecho antes. El forastero desechó una mitad y se quedó con la parte afilada, que sostuvo con fuerza en su mano derecha.

Retrocedió unos pasos, pero no fue más allá porque dudaba que los aldeanos le franquearan el paso; además, si daba la impresión de que trataba de huir, todo se habría perdido… ¡y vuelta a empezar! Así que se conformó con dar vueltas alrededor del jefe, con la esperanza de que éste mostrara algún signo de agotamiento.

¡Pero no había manera! “El jefe” no dejaba de atacar una y otra vez. No se molestaba en hablar o provocarle; su mirada asesina revelaba su intención de concentrar todas sus energías en aplastar al perro extranjero como si de una insolente mosca se tratase. Además, el lugareño estaba bien alimentado, mientras que el forastero casi había agotado sus fuerzas tras pasar por muchas penalidades. Éste último supo que así no iba a durar mucho…

Ya no deliraba acerca del poder ilimitado. Ahora sólo trataba de sobrevivir. Volvía a tener miedo a morir, aplastado por aquella maza. ¡Pero él no quería morir! ¡No podía admitir que todo aquello por lo que había pasado condujera únicamente a su muerte a manos de un engreído cacique local! Vale, era cierto que no recordaba nada de lo que le había pasado antes de aquel día… ¡pero si luego había despertado, sería porque aún tenía algo que hacer! ¡Aunque sólo fuera recordar quién era!

Fue una mezcla de decisión y terror lo que le impulsó a asestar un golpe decisivo. Aprovechando que “el jefe” había estirado demasiado el brazo en uno de sus ataques y lo había expuesto innecesariamente, el joven se lo atravesó con su media lanza. Varios gritos de sorpresa rompieron el hasta entonces expectante silencio. El cacique aulló de dolor, dejando caer la maza, y se agarró con fuerza el brazo herido. El chico pudo detenerse por fin para recuperar el aliento, e incluso se atrevió a esbozar una victoriosa sonrisa…

Pero la sonrisa se le congeló en la cara cuando vio a su oponente arrancar el trozo de lanza y arrojarlo lejos, dejando un reguero de sangre en aquella dirección; algún aldeano tuvo que apartarse para evitar ser golpeado por el palo ensangrentado.

Todavía no había acabado.

“El jefe” se acercó, dispuesto a matar al perro extranjero con sus propias manos… Pero “el perro extranjero” ya había tenido suficiente y decidió poner fin a aquello de una vez por todas; tan pronto como tuvo al alcance a su adversario, le pegó una brutal patada en la entrepierna…

…y enseguida notó un terrible dolor. El joven tuvo que quedarse saltando un rato a la pata coja. ¡Se había topado con algo duro como la piedra! Estaba claro que los aldeanos no llevaban taparrabos sólo porque sí… ¡y a buenas horas lo había averiguado!

“El jefe” no tuvo la cortesía de esperar a que el chico se recuperase del impacto. Le agarró del cuello con una mano y se dispuso a asestarle un demoledor puñetazo con la otra… Pero el joven había aprendido la lección y propinó a su rival otra patada, esta vez en la boca del estómago.

El cacique se dobló sobre sí mismo y aflojó su presa. El chico se liberó e incrustó su rodilla en la nariz del otro, produciendo un audible chasquido de huesos rotos. Su oponente habría gritado de dolor si hubiera tenido aire… ¡ya era suyo! Trató de repetir una vez más aquel fabuloso golpe en la tráquea con la mano derecha…

…y “el jefe” se echó a un lado, dejando que su brazo pasara de largo, para después agarrar al forastero con todas sus fuerzas. Lo levantó varios centímetros del suelo y comenzó a apretarle despiadadamente la espalda. El joven oyó chasquidos de huesos, ¡pero esta vez eran los suyos! No podía respirar… ¡Aquél animal le iba a partir la espalda!

Desesperado, agarró con la mano libre la cara de su rival, tratando de arañarle o sacarle los ojos… ¡cualquier cosa que pudiera salvarle! Fue entonces cuando le vino claramente a la memoria lo ocurrido con la palmera… e hizo lo mismo que en aquella ocasión.

Concentró todo su calor, toda su hambre y sed, todo su dolor y toda su rabia en la palma de su mano… ¡y sintió el poder! El pobre desgraciado que tenía enfrente también lo sintió. Emitió un terrible alarido y soltó al chico; pero el chico no le soltó a él. Siguió presionando la palma de su mano contra la cara del otro, marcándosela con fuego para el resto de su vida. El olor de la carne humana al quemarse le inundó, no de repugnancia, sino de una perversa satisfacción. Hizo que el otro se arrodillara ante él, totalmente desvalido e indefenso. Casi sin darse cuenta, comenzó a murmurar unas palabras, hasta entonces para él desconocidas:

—Más negro que la noche, más rojo que la sangre que fluye… Por vuestro poder y el nuestro, destrocemos a los estúpidos que se interpongan en nuestro camino…

Intuía qué es lo que venía a continuación; y esa última palabra bastaría para desencadenar todo su poder. Miró en torno suyo y contempló a los aldeanos, horrorizados ante la visión de aquel espectáculo. “El jefe” sólo emitía débiles quejidos; quizás se estaba acostumbrando al dolor, y creía que ya no podía pasarle nada peor… ¡ingenuo!

El joven, una vez más, se debatía en su interior entre lo que debía hacer… y lo que quería hacer. Ya había vencido a su oponente y había demostrado de lo que era capaz. ¿No bastaría aquello para disuadir a los demás? ¿Era real y estrictamente necesario causar más dolor?

Volvió a fijarse en “el jefe”. La palma de su mano, y el fuego que ésta irradiaba, no le permitían ver con claridad; pero sabía que ya había hecho algo terrible. Lo más probable es que hubiera dejado ciego a aquel pobre desgraciado que gemía patéticamente… ¿No había tenido ya suficiente? ¿No habían tenido ya suficiente… todos?

Pero una voz en su interior, a la que ya empezaba a conocer, le dejaba muy claro que la situación era justo la contraria. El cacique se recuperaría antes o después, y no tardaría en transformar su agradecimiento por seguir con vida en odio y ansias de venganza. Aunque estuviera ciego, manipularía desde las sombras durante el resto de su vida para no dejarle en paz un solo instante…

Los aldeanos creerían que el forastero no era capaz más que de hacer brotar unas llamas de la palma de su mano. Con el tiempo, dejarían de temerle y volverían al ataque, confiando en su superioridad numérica y la fuerza de las armas, instigados por ese mismo o algún otro odioso matón manipulador.

¿Y qué tendría que hacer entonces? ¿Matarlos a todos? Desde luego, él no iba a sacrificarse para salvar la vida de aquellos que deseaban su muerte… Además, cabía la posibilidad de que su poder no bastara para detenerles, pues ignoraba hasta dónde podía llegar…

Pero estaba hablando de posibilidades, de cosas que todavía no habían ocurrido… ¿Acaso no podían arrepentirse los aldeanos y dejarle en paz? ¿No merecía la pena confiar en que tomarían esa decisión? ¿Aunque, en caso de ocurrir justo lo contrario, el dolor y la muerte fueran después mucho mayores?

“No soy un dios”, pensaba. “No puedo decidir por los demás… ¡Ellos deben tener libertad de elección, libertad para acertar o equivocarse!”

“Pero si no eres un dios”, le respondió aquella voz, “entonces tú también tienes derecho a elegir, ¿no? Pues bien, puedes elegir entre dejar cabos sueltos, confiando en que aquello que más temes no ocurrirá… ¡o puedes dejarlo todo bien atado para que ni siquiera exista esa posibilidad!”

El joven volvió a mirar todo aquello que le rodeaba: los aldeanos, la plaza con las cabañas, la empalizada, la jungla, el cielo en el que todavía brillaba un sol ya cercano al atardecer… Miró al cacique derrotado y arrodillado ante él. Miró su mano llameante.

Por último, miró en su interior.

Y, por una vez, decidió hacer caso a aquella voz.

Casi al instante, la última palabra de aquella frase sin sentido para él brotó de sus labios:

—¡¡¡MATADRAGONEEES!!!

Dicho lo cual, una desmesurada llama brotó de la palma de su mano y cubrió por completo al pobre desgraciado que estaba frente a él. El olor a carne chamuscada se hizo mucho más penetrante; pudo ver por el rabillo del ojo que algunos aldeanos vomitaban. Pero a él no le ocurría nada de eso. ¡En su vida se había sentido mejor! Aliviado, fuerte, completamente recuperado… ¡Casi tenía ganas de reír de puro gozo!

Pero la risa casi se le atragantó cuando la llamarada desapareció y pudo ver otra vez al cacique… o, más bien, lo que quedaba de él.

“El jefe” se había levantado, al fin, con todo su cuerpo envuelto en llamas. No gritaba porque no podía: el fuego había consumido todo el oxígeno de sus pulmones; sólo se oía una especie de sonido gutural… La piel ya había desaparecido; de modo que, cuando salió corriendo hacia el círculo de aldeanos, fue esparciendo a su alrededor regueros de grasa fundida y jirones de carne y músculos… No llegó mucho más allá; dio un traspié y cayó al suelo, donde todavía estuvo rodando durante un rato, aunque en vano, hasta que todo acabó y dejó de moverse.

El joven no apartó su vista de aquel espectáculo en ningún momento. Estaba dispuesto a asumir por completo las consecuencias de sus actos y sus decisiones. Y aquélla había sido una de esas consecuencias.

Los aldeanos corrieron hacia el cuerpo calcinado, todavía en llamas, del que había sido su líder. Cuando llegaron hasta él, no supieron qué hacer y se quedaron quietos, mirándose los unos a los otros, incrédulos. Después, lentamente, volvieron sus cabezas hacia el forastero. En sus ojos podía verse reflejado con claridad el pánico.

Aunque aquella terrible visión había vuelto a mermar sus fuerzas, el chico supo que tenía que aparentar una vez más que no sentía debilidad ni temor. Logró que su voz sonara firme:

—¡Vine aquí buscando ayuda y él quiso matarme! ¡Ahora él está muerto! —hizo una breve pausa— ¡No quiero hacerle daño a nadie! Pero si alguien se opone a mí… ¡Seré implacable, tal y como lo he sido con él!

Llegados a este punto, los aldeanos cayeron de rodillas y se postraron frente a él, tocando la tierra con la frente. El joven vio detrás de ellos los restos calcinados de su, a pesar de todo, digno adversario. Creyó ver que algo le sonreía burlonamente. Matar a un hombre y ser considerado un dios… Si eso tenía alguna gracia, entonces él no se la veía.

Asqueado, se dio la vuelta… y fue entonces cuando descubrió la verdadera causa de por qué los aldeanos habían mostrado súbitamente tal reverencia.

De la gran cabaña de madera había salido un anciano. Su estatura había decrecido con los años, al igual que sus músculos y sus huesos. Su piel, marchita y arrugada, era mucho más pálida que la de los otros aldeanos. Varios mechones de cabello gris le caían hasta el pecho. Sus penetrantes ojos eran claros y reflejaban una inmensa sabiduría, pero ninguna emoción. En su frente despejada se distinguían tres pequeños triángulos blancos que, a su vez, formaban otro más grande.

El anciano llevaba, además de taparrabos, un fin poncho de cuero cuarteado que había perdido el color con los años, de modo que hacía juego con su cabello y parecía una prolongación del mismo. Se apoyaba en un nudoso y retorcido cayado de madera. En sus brazos se veían trazadas algunas líneas blancas cuyo significado desconocía el joven, quien intuyó que se encontraba en presencia de una persona sabia y venerable. Pudo comprender mejor a los campesinos y el por qué de su conducta.

No obstante, el chico no pertenecía a la aldea, así que no tenía sentido que él se postrara también. En vez de eso se acercó al anciano, le hizo una reverencia tan respetuosamente como pudo y guardó silencio.

El anciano le miró a los ojos, como si pudiera ver lo que había dentro del joven. Éste se revolvió incómodo, pero no apartó la mirada. Por otro lado, no tenía nada que ocultar, porque nada recordaba y lo que había hecho hasta entonces lo había visto todo el mundo.

El anciano asintió con la cabeza, aprobador, e incluso dejó entrever una sonrisa; pero no podía afirmarse a ciencia cierta qué es lo que revelaba aquella sonrisa. ¿Satisfacción y tranquilidad? ¿Resignación ante aciagos acontecimientos que estaban por venir?

Por fin, el anciano habló.

—Te estaba esperando —dijo, sencillamente, en voz baja.

Se dio la vuelta y comenzó a entrar en la gran cabaña.

—Tú tienes muchas preguntas y yo tengo algunas respuestas —añadió.

Cuando el anciano ya se había sumergido por completo en la oscuridad, el joven pudo oír una vez más su tenue voz.

—Ven. El veredicto de los dioses nos aguarda.

El chico no tenía ni idea de a qué se refería el anciano con aquello de “el veredicto de los dioses”. Volvió la vista atrás: los campesinos habían dejado de postrarse y volvían a sus hogares, unos apoyándose en otros, como si hubieran sido presa de un gran abatimiento; y no sólo por la muerte de aquel matón que, sin embargo, había sido un digno adversario, y cuyos restos carbonizados seguían en el mismo sitio.

Una vez más, el chico creyó ver que algo le sonreía burlonamente.

Apartó la mirada y, sacando una vez más fuerzas de donde pudo, entró con paso decidido en la gran cabaña.

No tardó en sumergirse él también en la oscuridad…
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MensajeTema: FIREHEART - CAPÍTULO III - EL VEREDICTO DE LOS DIOSES   "FireHeart" Icon_minitimeMar Mar 04, 2008 1:41 am

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CAPÍTULO III – EL VEREDICTO DE LOS DIOSES (1/2)


El muchacho entró en la gran cabaña. La luz que penetraba por la puerta aún le permitía vislumbrar algunas cosas en la penumbra. No se encontraba en una gran estancia, sino en una especie de pasillo con paredes a ambos lados fabricadas con troncos (como casi todo en aquél lugar). El pasillo continuaba hasta perderse en la oscuridad…
—Desde fuera no parecía tan grande —farfulló.
Aguzó el oído. Creyó oír el sonido de unos pasos que se arrastraban con lentitud y sucesivos “tocs”… el sonido que produciría un bastón. El anciano le llevaba la delantera y se encontraba en algún lugar en la oscuridad.
El joven no esperó a que volviera a invitarle a pasar y avanzó. Desechó sus temores cuando quedó rodeado por las tinieblas; algo había aprendido al respecto en las últimas horas… Concentró parte de su abrasador fuego interno en la punta del dedo índice e hizo aparecer una pequeña llama, suficiente para hender la oscuridad. Sonrió, satisfecho. Ya no volvería a sentirse desvalido en indefenso.

[Pobre infeliz…]

Con su improvisada luz, el chico logro llegar al final del pasillo. Frente a él tenía una pared, a su derecha unas toscas escaleras que llevaban a la planta de arriba… y a su izquierda, nada. Sin embargo, el quedo sonido de los pasos del anciano parecía venir de esa dirección. Se concentró y aumentó la intensidad de la llama. Fue entonces cuando distinguió un agujero. Se acercó y vio unas escaleras talladas en la roca viva. Comenzó a descender con cautela, ya que los peldaños eran bastante irregulares. Le extrañaba que el viejo no hubiera rodado por allí hasta llegar al fondo, y más a oscuras; debía conocer aquel terreno como la palma de su mano.
Después de un largo trecho bajando escaleras, el muchacho llegó por fin a otro pasillo… Más bien era una gruta alargada, no muy alta, que penetraba en las entrañas de la tierra; debía medir unos 50 metros. El aire estaba enrarecido y había un olor extraño que no pudo identificar. Le sorprendió ver luz: estacas de madera, clavadas a intervalos más o menos regulares en ambas paredes, ardían dando a la estancia un resplandor mortecino e irreal. Desde luego, si pensaba en todo lo que le había ocurrido en las últimas horas… ¡Nada parecía real!
Con aquello, no resultaba necesario añadir nada por su parte; dejó que la llama de su dedo índice se apagara. Curiosamente, el extremo opuesto del pasillo estaba completamente a oscuras. El chico supo que el anciano estaba allí, esperándole.
—Sí que se hace el interesante… ¿Qué se propondrá?
Decidió averiguarlo. Avanzó como quien no tiene prisa, evitando mirar con nerviosismo a un lado y a otro. De todas formas, ¿qué tenía que temer? El anciano no iba a tenderle una trampa. Estaba seguro. ¡Y tenía respuestas! Quizás pudiera aclararle quién era… No, eso sería hacerse demasiadas ilusiones… ¡Pero sí podría ponerle al corriente de lo que pasaba en aquel lugar! Por otro lado, le tenía intrigado “el veredicto de los dioses”. ¿En qué consistiría aquello?
Decidió no darle tantas vueltas a lo que pudiera pasar o dejar de pasar. Sencillamente, se limitó a poner un pie detrás del otro hasta que llegó a la zona que permanecía a oscuras. Súbitamente, surgió un fogonazo y brotó un fuego de considerables dimensiones. El joven tuvo que cerrar los ojos un instante para acostumbrarse al brillo cegador.
Tres peldaños labrados en la roca conducían a un terreno más elevado que el resto del pasillo. En el centro de dicho terreno estaba la hoguera: a un lado, el muchacho; y al otro, el anciano. Éste se había sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos descansando sobre las rodillas. Tenía los ojos cerrados y, por su expresión, parecía meditar sobre lo que diría a continuación. El bastón yacía a su diestra.
Detrás del anciano, talladas en la pared que ponía fin al pasillo, había varias figuras. A la luz de la hoguera, sus dimensiones y formas se tornaban grotescas e irreales. El chico sólo distinguió una figura humana con cabeza de jabalí y actitud amenazante. Tragó saliva y fijó su vista en el anciano. Éste, casi al mismo tiempo, abrió los ojos y habló en voz baja pero audible:
—Siéntate.
Si era una orden o una invitación, el joven no habría sabido decirlo; pero, como si estuviera hechizado, obedeció sin rechistar y se sentó donde estaba. La hoguera se interponía entre ellos, de tal modo que al joven la parecía que el anciano era consumido por las llamas.
—Como dije antes, tú tienes muchas preguntas y yo algunas respuestas. Habla, pues. ¿Qué dudas te atormentan?
—No sé quién soy —contestó el muchacho con rapidez—. No recuerdo nada anterior a esta mañana, cuando me desperté en una playa cercana.
El anciano asintió, sin dejar de clavar sus penetrantes ojos claros en el chico.
—Me temo que ésa es una pregunta para la que no tengo respuesta.
“Pues vaya sabio de pacotilla”, pensó el joven. Notó cómo su fuego interno ardía con más fuerza y trató de controlarse. No estaba siendo justo con el anciano; éste le había advertido de antemano que no lo sabía todo. Además, algo le decía que aquél podía, de algún modo, adivinar sus pensamientos; si bien su semblante no había experimentado el más leve cambio.
El muchacho recapacitó y pensó en lo que había ido descubriendo tras su despertar. Recordó el incidente con la palmera…

[—¡Oye! ¿Qué es esto? “El incidente de la palmera”. ¿A qué estás jugando?
—Hum… ¿Podrías ser un poco más específico?
—Sólo has escrito dos capítulos… ¿¡Y ya estás haciendo un capítulo de relleno!?
—¿Qué? ¡No! No se me ocurriría… ¡Es que es necesario para que la trama avance! No lo hago por comodidad. ¡En serio!
—No sé, no sé…
—Se supone que ahora sigue un diálogo explicativo en el que se aclaran varios interrogantes. Gustará a los lectores. Bueno, eso espero…
—Vale, vale, me has convencido… ¡Pero te estaré vigilando!]

Recordó el incidente de la palmera.
—¿Por qué puedo hacer surgir el fuego a mi voluntad?
—No has formulado correctamente la pregunta. Tú crees que controlas el fuego. Pero, ¿cómo puedes estar seguro de que no es el fuego el que te controla a ti?
—¡Eso es absurdo! —replicó exasperado el joven, elevando el tono de voz— ¡Podría haber arrasado la aldea y no lo hice! ¡Yo controlo el fuego, no al revés!
Sin embargo, recordó cómo había envuelto en llamas al cacique contra el que se había batido en duelo. ¿Había sido eso lo que había querido realmente? ¿Había llevado a cabo un razonamiento lógico y actuado en consecuencia? ¿O sólo había tratado de justificar algo que habría hecho de todas formas?
—No tengo la respuesta a esa pregunta —se limitó a responder el anciano.
El joven supuso que se refería tanto al origen de su poder como al hecho de quién controlaba a quién. Apartó las dudas de su cabeza y siguió rememorando acontecimientos. Entonces se le ocurrió una buena pregunta.
—¿Dónde estoy?
El anciano sonrió.
—A eso sí puedo responder. Estás en la Tierra Sagrada de Narai: nuestra Tierra y la de nuestros antepasados, y la de los antepasados de nuestros antepasados. Nuestra aldea se llama Mursai, y en ella hemos vivido en paz y armonía durante generaciones.
El joven recordó la aldea aparentemente desierta, el ambiente opresivo, la empalizada a medio construir…
—Intuyo que, por lo que has dicho, sois gente de paz… Entonces, ¿por qué me disteis semejante recibimiento?
—La paz y la armonía se han quebrado. Hombres de un mundo distinto han venido a nuestra Tierra en son de guerra, trayendo consigo muerte y destrucción. Aniquilan a los nuestros, barren todo a su paso y cada vez son más numerosos.
—Vaya… —contestó el joven, tratando de asimilar toda esa información— Eso explica lo de la empalizada. Pero, ¿por qué me atacasteis? Mi piel es del mismo color que la vuestra.
—¿No recuerdas nada de tu anterior vida y, sin embargo, sostienes que el color de la piel puede ser motivo suficiente para atacar a alguien?
—Sé que el color distingue a unas personas; y que es más fácil atacar a los que son diferentes que a los que se parecen a nosotros. Sé que eso es así —se encogió de hombros y abrió los brazos—. ¡El mundo es así!
El anciano sonrió.
—En Narai no pensábamos así hasta la llegada de los hombres de otro mundo. Su piel, efectivamente, es de distinto color. Pero si les atacamos no es por el color de su piel, sino porque tenemos que defender la Tierra de nuestros antepasados.
—Pero cuando veis a alguien, sabéis si es uno de esos hombres por el color de su piel.
—En efecto. Atacamos a unas personas a otras en función del color de su piel. Pero no debería ser así.
—Antes dijiste que la llegada de esos hombres había roto la paz y la armonía en… —se esforzó en recordar el nombre— Narai. Pero, ¿por qué han venido? ¿Qué es lo que quieren?
—No lo sabemos con seguridad. Puede que allí donde viven no haya suficiente espacio. Puede que busquen algo valioso para ellos. Nunca nos han puesto al corriente de sus intenciones. Construyen sus propias aldeas y matan a los que se acercan.
—Y todo esto ha ocurrido hace poco…
—Así es. Hará algo más de veinte años desde que los primeros “hombres pálidos” llegaron a Narai.
—¿“Hombres pálidos”?
—Su piel es más blanca, sus cabellos son rubios y sus ojos azules.
“Y aquí todos son morenos y tienen cabellos y ojos oscuros”, pensó el joven.
—¿Soy uno de los vuestros? —preguntó.
—No.
—Entonces… ¿Soy un “hombre pálido”?
—Es posible. Pero tampoco estoy seguro. Dime, forastero, ¿alguna vez has visto tu rostro?
El muchacho cayó en la cuenta de que ni se le había ocurrido contemplar su reflejo, por ejemplo, en el agua. Realmente, no sabía qué aspecto tenía. El anciano percibió sus dudas y señaló con la cabeza hacia algún punto a la izquierda del chico.
—Cerca de ti hay un artefacto que pertenecía a los “hombres pálidos”. En él podrás ver tu rostro.
El joven alargó la mano en esa dirección y palpó algo pequeño, delgado y duro. Lo recogió y lo observó con atención. Era una lámina fina de un material que relucía a la luz de las llamas; cabía en la palma de su mano. ¿Se atrevería a descubrir cuál era su rostro? Contuvo la respiración y miró su reflejo.
Desde luego, sus rasgos no eran los típicos entre los habitantes de la aldea. Sus ojos eran azules y bien grandes, no rasgados como los de los otros. La nariz también era de mayor tamaño, al igual que la barbilla. Pero lo que más le llamó la atención fueron las espesas cejas y el pelo corto… de color blanco. Él se consideraba joven. ¿Por qué, entonces, tenía su cabello ese color? ¿Y por qué su piel era morena como la de los lugareños?
Palpó sus rasgos para estar seguro de que eran los suyos y luego miró al anciano, que parecía comprender su estupor. Entonces el muchacho recordó otro detalle.
—Mis rasgos no son como los vuestros… Pero hablo vuestro idioma. ¿Por qué?
—Tampoco tengo la respuesta a esa pregunta —respondió el anciano, tan apacible como al inicio de la ya relativamente larga conversación—. Por un momento pensé que podrías haber tenido un padre “hombre pálido” y una madre de Narai; pero tus rasgos serían distintos.
—Es que no me he dado cuenta de que estaba hablando en vuestra lengua. Lo hago con fluidez… Pero sé que mi lengua materna es otra.
—Los aldeanos que te atacaron dudaron al principio, pero luego hablaste en la lengua de los “hombres pálidos” y confirmaste sus temores.
—Mis rasgos, mi lengua materna… —el chico trataba de asimilar aquella verdad— Soy uno de ellos… Pero, ¿entonces…?
Por una vez, el anciano se le adelantó.
—El color de tu piel, el color de tu pelo y el conocimiento de nuestra lengua… Todo ello puede estar relacionado con el origen de tu poder. Pero, siendo desconocida una cosa, también lo son las demás.
—Ya veo…
El joven trataba de analizar los acontecimientos desde todos los puntos de vista posibles… Y volvió a tener una buena pregunta que hacer.
—Los aldeanos que me atacaron era pocos, si tenemos en cuenta las cabañas que hay. ¿Los “hombres pálidos” han matado a algunos de los vuestros?
—Hemos perdido a algunos en escaramuzas, pero nuestra aldea ha corrido mejor suerte que otras. No obstante, tienes razón: eran pocos. Creo que ahora es cuando debo ponerte al corriente de los acontecimientos más recientes.
El anciano hizo una pausa, como si estuviera repasando mentalmente lo que tenía que decir.
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MensajeTema: FIREHEART - CAPÍTULO III - EL VEREDICTO DE LOS DIOSES   "FireHeart" Icon_minitimeMar Mar 04, 2008 1:43 am

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CAPÍTULO III - EL VEREDICTO DE LOS DIOSES (2/2)


—Nuestro jefe se llama Astorlai. Y digo “se llama” porque no estoy refiriéndome a aquél con quien te enfrentaste antes. Astorlai es hombre cauto y paciente… hasta cierto punto. En Musai hemos dado cobijo a los supervivientes de aldeas menos afortunadas que la nuestra. El corazón de Astorlai estaba henchido de cólera. Nuestro jefe decidió formar una partida de cazadores… cazadores de “hombres pálidos”. Hace una semana partieron para hacerles todo el daño posible. Astorlai es listo. Sabe que no debe exponerse a sus mortíferas armas, que debe actuar con discreción y sigilo. Confío en él; y también confían en él los que han decidido acompañarle.
—¿Y qué ocurre con los que se han quedado en la aldea?
—En Musai debían permanecer hombres que defendieran a las mujeres y a los niños; para el caso de que los “hombres pálidos” llegaran aquí, estando fuera Astorlai y los demás. Pero algunos hombres entendieron que se había puesto en duda su valor y estaban molestos. Uno de esos hombres era Taralai, el hijo de Astorlai. Y digo “era” porque fue aquél contra quien luchaste.
“Así que el hombre al que maté tenía un nombre”, pensó el joven. “Taralai. El hijo del jefe, nada menos. Genial.”
—Astorlai le dijo a Taralai que la misión que le encomendaba tenía una gran importancia —continuó explicando el anciano—. Pero el impetuoso joven se sentía desagradado por la decisión de su padre. Y una vez que éste se hubo marchado, yo tuve la visión…
Al decir aquello, el anciano pareció quedarse ausente. Por un momento, sus ojos se quedaron mirando el fuego; pero no tardaron en clavarse de nuevo en su joven interlocutor.
—Te vi a ti, Muchacho Sin Nombre. Te vi rodeado de oscuridad y envuelto en un mar de llamas. Supe que llevabas contigo un gran poder, pero ignoraba si lo emplearías para bien o para mal. Los dioses no tuvieron a bien decírmelo…
—¿Los dioses? —el chico estaba confundido.
—Como guía espiritual de Musai, es mi cometido ponerme en contacto con los dioses cada cierto tiempo. Fueron ellos los que me enviaron esa visión —el joven debió mostrar cierto escepticismo al oír aquello—. Aún no has cumplido muchas primaveras y todavía te queda mucho por conocer y mucho por descubrir. No menosprecies tan fácilmente mis palabras.
—Perdón, no era mi intención… Es sólo que me cuesta imaginármelo… ¿Cómo es que estos… dioses hablen contigo?
—Lo averiguarás dentro de poco —contestó el anciano.
El muchacho se quedó callado, sin saber qué decir. La idea de entablar una conversación con aquellas figuras talladas en la roca viva seguía resultándole grotesca. El anciano, una vez más, adivinó cuál era el hilo de sus pensamientos.
—Lo que ves no son nuestros dioses, sino lo que representa a nuestros dioses.
El chico se sentía incómodo y trató de cambiar de tema.
—Antes dijiste que me habías visto envuelto en la oscuridad… ¿No indica eso algo malo?
—La oscuridad puede indicar confusión e incertidumbre. Si tenemos en cuenta que has perdido una parte importante de tus recuerdos, entonces tiene bastante sentido. Los dioses sólo me dijeron que vendrías a nuestra aldea y te someterías a su veredicto para averiguar tu destino.
—Comprendo —respondió el joven, sin estar seguro de que aquello fuera cierto—. Pero los dioses no dijeron nada de tenderme una emboscada, ¿verdad?
—En incontables ocasiones, el orgullo de los hombres obstaculiza el dictado de los dioses. Como guía espiritual, también es mi deber informar al jefe del pueblo sobre aquello que me ha sido revelado. Astorlai habría dejado que las aguas siguieran su curso, pero su impetuoso hijo desoyó mis palabras. Decidió que aquélla era una buena ocasión para probar su valía y trató de engañar al pueblo, diciéndoles que un forastero de gran poder vendría trayendo muerte y destrucción, y que era su deber impedir que tal cosa ocurriera.
El anciano suspiró, cansado.
—Para evitar una masacre, rompí una arraigada tradición y convoqué en asamblea a los aldeanos para dirigirme directamente a ellos. Les expliqué la verdad y acabé con el engaño de Taralai. Éste me habría matado allí mismo, si no hubiera sido por la dignidad de mi cargo y mi avanzada edad. Aun así, después continuó intrigando en la sombra: atrayendo a sus más fieles partidarios, soliviantando a los hombres más volubles y amenazando a los más débiles. Fue por ello que un grupo de los nuestro salió a tu encuentro, desoyendo las palabras de los dioses. Y Taralei fue castigado por ello.
Mientras oía hablar al anciano, el muchacho fue notando cómo su fuego interno era cada vez más intenso. Sin saber muy bien por qué, le espetó al anciano:
—Hablas tranquilamente de “los dioses esto” y “los dioses aquello”… Y ha muerto un hombre. ¿Cuáles son esas absurdas tradiciones vuestras, que conducen a un hombre a la muerte? Sabías muy bien lo que ocurriría si le decías a Taralai lo que habías… “visto”. Y aun así lo hiciste. Y de todas formas, luego rompiste una tradición. ¿Qué más habría dado ésa que la otra?
—¿Crees que mi silencio habría evitado su muerte? —preguntó, con calma, el anciano.
—Sí.
—Sí, dices. Sí… —el anciano sonrió— Pero Taralai habría sabido que yo le ocultaba algo, de tal modo que habría andado soliviantando a todos los demás. Y en cuanto te hubieran visto aparecer, todos se te habrían echado encima.
—Pero eso es lo que podría haber ocurrido, no lo que…
Fue entonces cuando el joven se dio cuenta de que él también había estado defendiendo una mera conjetura.
—Pretender saber con seguridad qué es lo que habría pasado de haber hecho una cosa u otra —continuó el anciano—, es una muestra del orgullo de los hombres. Pero eso, sólo los dioses lo saben.
El muchacho comenzó a recordad cómo se había justificado a sí mismo el hecho de dar muerte a Taralai. No sabía con seguridad qué habría pasado de haberle dejado vivo, pero prefirió no dejar cabos sueltos y…
—Tener el poder de un dios —dijo en voz alta el joven, más para sí que para el anciano— no le convierte a uno en un dios…
—A diferencia de los dioses, nosotros cometemos errores —puntualizó el anciano.
—Y por eso es tan terrible que un hombre, que puede equivocarse, tenga tanto poder…
—Un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

[—Vaya, esta vez te has lucido, “Peter Parker”. Y lo de antes, ¿no lo dijo Hiro Nakamura en alguna ocasión?
—¿Qué? Pero… ¡Era obligado decirlo! ¿Cómo iba a dejar de decir esa mítica frase? Además, encaja a la perfección.
—Sí, ya… Pero recuerda que tienes que pagar un canon.
—¿¡Qué!?]

El muchacho sintió que su postura y la del anciano diferían notablemente; pero, de algún modo, se las habían apañado para llegar a un entendimiento mutuo. O, más bien, era el anciano el que había comprendido su postura; y gracias a ello, ahora el joven sentía que se conocía algo mejor a sí mismo. ¿Qué más tendría que revelarle el anciano?
—Ahora que estoy aquí… ¿Cuándo va a ser este… “veredicto de los dioses”?
El anciano dejó pasar unos segundos de expectante silencio y después contestó:
—Ahora.
Sacó de debajo de debajo de su manto una pequeña bolsa. Metió la mano en ella y extrajo una especie de polvo azul. Lo esparció sobre las llamas, sin moverse de su sitio, mientras comenzaba a entonar un extraño cántico; el joven no alcanzaba a entender aquellas palabras. De la hoguera surgió un humo espeso, de color incierto en aquel corredor excavado en las entrañas de la tierra iluminado por antorchas…
El humo le envolvió y no pudo evitar toser de manera incontrolada. Notaba que se le saltaban las lágrimas y le costaba respirar. Empezaba a creer que todo aquello de “el veredicto de los dioses” era una invención y que el anciano, al final, se había propuesto matarle por asfixia.
No sabía donde estaba: el humo le había rodeado y parecía flotar en un espacio infinito de todos los colores, aunque predominaban los tonos oscuros. La sensación era como la de estar volando y cayendo al mismo tiempo. Le parecía haberse sumergido en un sueño… o más bien en una pesadilla. Lo bueno es que era consciente de estar inmenso en un producto de su imaginación… ¿Verdad?
Fue entonces cuando los vio. A los dioses. Las figuras talladas en la roca viva no eran más que un pobre reflejo de los mismos. Los dioses que tenía delante eran enormes, inconmensurables, de un gran poder… Reconoció al ser con cabeza de jabalí, y éste se acercó hasta que un enorme ojo negro ocupo todo el campo de visión del joven. El ente hablaba con una grave, profunda y temible voz…
—¿Qué? —se atrevió a decir el joven— No entiendo.
—Abre los ojos, abre los ojos, abre los ojos…
Entonces el ojo le engulló y quedó envuelto en la oscuridad… ¿Ya estaba otra vez como al principio? Pero eso sólo duró un momento. Luego voló por una especie de túnel luminoso formado por visiones de lo que aún estaba por venir…
La Tierra Sagrada de Narai, vasta y salvaje. Los “hombres pálidos”, asentados en pequeños núcleos costeros, carcomiendo aquella Tierra como una plaga… Pero, ¿por qué eran una plaga? Se suponía que él era uno de ellos. De pronto, pensó en el progreso, en un mundo desarrollado… y, al simpatizar con ellos, atravesó aquella visión del túnel y cayó sobre un barco. El gran navío partió súbitamente a una gran velocidad, surcando los mares que separaban dos mundos.
Cuando el barco estaba llegando a una nueva costa, frenó en seco y el muchacho salió volando, literalmente. Debajo de él se extendía un mundo conocido, viejo, civilizado… y también salvaje, según se mirara. Y eran muchas las plagas que lo asolaban: guerra, hambre, peste… Unos hombres luchaban contra otros…
De pronto, le rodeó la visión de una aldea en llamas. Todo estaba destruido; nadie quedaba con vida. Y de pronto, una oscura figura apareció ante él. Era un hombre alto y delgado, con la cabeza totalmente rasurada; a excepción de dos espesas cejas negras y un fino bigote cuyas puntas se extendían exageradamente a un lado y a otro. Debajo de las espesas cejas negras, dos ojos oscuros y carentes de todo brillo le observaban con atención, divertidos.
—Sé quién eres, sé quién eres… —susurraba el hombre.
—¿Quién soy?
—Sé quién eres, sé quién eres… —siguió susurrando el hombre.
—¿¡Quién soy!? ¡Habla de una vez, joder!
El hombre empezó a reírse. De pronto se volvió enorme, casi tanto como uno de aquellos dioses que había visto al principio. La enorme boca carcajeante absorbió al joven y éste cayó sin poder evitarlo, engullido por un oscuro abismo insondable… Repentinamente, pudo ver el fondo: grandes llamas que le aguardaban, expectantes. Horrorizado, el chico vio cómo se acercaban cada vez más, y más, sin poder hacer nada para evitarlo… y chocó contra ellas.
Pero aquello era real. Estaba envuelto en llamas: había caído sobre la hoguera. Durante unos momentos le dominó el pánico y comenzó a gritar y a rodar sobre sí mismo. Sin embargo, se dio cuenta de que las llamas que le envolvían provenían de su fuego interno… Se incorporó, trató de concentrarse y logró que las llamas desaparecieran.
Entonces vio al anciano frente a él, quieto como una estatua. Parecía estar sonriendo. El joven también sonrió. Después cayó al suelo y perdió el conocimiento.
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